dimarts, 20 d’octubre del 2020

El Forat de la Vergonya



La imagen corresponde al desalojo de la plaza y está tomada de grupotorturga.com

Artículo publicado en El País el 10 de octubre de 2006.

EL FORAT DE LA VERGONYA
Manuel Delgado

Hemos sido testigos en apenas unos días de dos acontecimientos estrechamente vinculados entre sí, cara y cruz de un mismo proceso de transformación urbanística del casco antiguo de Barcelona. Una mañana el Alcalde inauguraba solemnemente las nuevas instalaciones de la Universidad de Barcelona en el mismo núcleo del Raval donde se levantan el MACBA y el CCCB, dos de los grandes contenedores culturales de la ciudad. A la semana siguiente, a poca distancia, en el barrio de la Ribera, podíamos contemplar la pavorosa imagen de los antidisturbios de la Guardia Urbana protegiendo el arrancado de las tomateras que los vecinos habían plantado en el Forat de la Vergonya, un solar a unos metros del Mercado de Santa Catarina, la única zona realmente verde –y no gris– que había en todo el Casc Antic.

La interpretación de tal coincidencia no es difícil. Ambos momentos representan los episodios más recientes de una vieja dinámica de lo que los urbanistas llaman “esponjamiento” o “higienización” de Ciutat Vella, consistente en desenmarañarla y limpiarla, es decir resolver los problemas de control que implicaba su tendencia a la opacidad y deshacerse de aquellos elementos tanto inmuebles como humanos que pudieran suponer un obstáculo para la reapropiación del barrio por parte de clases medias y altas ansiosas de un baño de venerabilidad histórica, debidamente sazonada con elementos de ese nuevo sabor local que da el multiculturalismo e incluso de un moderado toque canalla. Para ello, se inyecta saber, cultura y sano ambiente juvenil allí donde antes había solamente vida y prosigue la campaña de deportación y borrado de pobres en marcha desde hace años en el sector.

Lo sucedido en el Forat de la Vergonya es bien ilustrativo de esa dinámica, a la que se asigna el eufemístico título de “rehabilitación”. Como se recordará, en aquel solar de 5.000 metros cuadrados el Ayuntamiento tenía previsto la apertura de un parking a disposición del “turismo cultural” que acude al área ya debidamente desinfectada de la calle Montcada y los alrededores del Museo Picasso, el Born y Santa Maria del Mar. Allí una colosal mutación urbanística había empezado a restaurar edificios para dedicarlos al comercio de alto nivel, a la venta de lofts para profesionales con éxito o al alquiler de apartamentos para esa pequeña multitud de extranjeros con dinero que los están convirtiendo en residencias de vacaciones o de fin de semana.

La operación no cuajó como consecuencia de la resistencia de los habitantes, que se apropiaron de un espacio que consideraban suyo y del que hicieron un insólito vergel urbano. Jardín, huerto, zona de juegos infantiles, tarima para espectáculos, modestas canchas de fútbol y baloncesto, mobiliario..., todo había sido elaborado a mano por los vecinos, con unos parámetros estéticos a años luz de la afectación formal de los llamados “espacios públicos de calidad”, cuya característica suele ser que parecen diseñados para ahuyentar a sus posibles usuarios. Allí se podía ver en todo momento a gente de todas las edades convirtiendo la plaza en un lugar de sociabilidad que, por otra parte, representaba la encarnación del multiculturalismo real, no el de los prospectos oficiales, sino el que protagonizaban seres humanos de carne y hueso que encontraban por fin un lugar donde encontrarse. No en vano, el lugar había sido vindicado como la auténtica Plaza Mayor del barrio y así se propuso en el pregón de la última fiesta mayor de la Ribera.

Pues bien, eso es lo que nuestras autoridades parecían incapaces de soportar: que se hubiera suscitado de forma espontánea todo un apasionante experimento de autogestión, un emocionante ejemplo de cómo los vecinos de un barrio podían generar sin permiso escenarios para su vida cotidiana, de espaldas a la insaciable voluntad municipal de monitorizarlo absolutamente todo y de sólo tolerar las formas de estar en el espacio urbano previamente homologadas por sus técnicos en ciudadanía y sus expertos en convivencia. No se podía tolerar un espacio público que fuera realmente público, es decir del público. Esa imagen de niños jugando en parques que ellos no habían dispuesto, de abuelos charlando en bancos que ellos nunca instalarían en sus plazas, significaba para ellos el más inaceptable de los desacatos.

Por desgracia, tuvo que producirse un problema de orden público para que la sentencia de muerte contra el Forat de la Vergonya fuera recogida por los medios de comunicación. Las imágenes de jóvenes lanzando cohetes de feria contra la policía y de la profanación del MACBA sirvieron para que los portavoces oficiales –todos– desfigurasen las vindicaciones vecinales y volvieran a agitar el fantasma del Okupa Feroz, con lo que, de paso, insistían en malignizar al movimiento que inició y está encabezando una lucha de los jóvenes por el derecho a la vivienda que se extiende por momentos.

Esta vez han vuelto a ganar y a perder los de siempre. Pero así se escribe la historia. Como sincronizados, una solemne inauguración y un desalojo a la fuerza. Se levanta un nuevo templo en el que el Saber y la Cultura oficiaran sus misterios, y, muy cerca pero también muy lejos de allí, se desbarataba una ilusión colectiva forjada a ras de suelo. La ciudad hecha poder y hecha dinero se ha vuelto a salir con la suya y ha conseguido derrotar –como siempre, sólo por el momento e inútilmente– a esas sustancias básicas de toda vida urbana que son el amor por la vida y la manía de desobedecer.



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